lunes, 4 de febrero de 2008

Unos pequeños ojos grises

Autora: Julieta Rozenhauz

- Maxi, estuvimos pensando con tu padre y decidimos que tu ceremonia la hagas en el último templo que averiguamos, todos los chicos del country lo hicieron ahí ¿no?- Sí -contesté, aunque en realidad casi sin darle importancia. Estaba muy entusiasmando con el nuevo disquete de juegos especiales. - Maxi -dijo mamá- no te olvides que el jueves tienes hora con el sastre. Acuérdate también que hay que ir pensando cómo van a ser las tarjetas y los souvenir.-Si, ma, -volví a mascullar, ya un poco mas fastidiado. -No sé que pasa con este chico, Jaquee, no se interesa por nada, ni siquiera por la fiesta.-Bueno, Marta,-contestó papá- clámate. Piensa que tiene sólo 13 años.Esa noche dormí tranquilo; al día siguiente empezaba el curso de TALMUD TORA y tenía miedo de pasar vergüenza porque no sabía hablar ni leer en hebreo. Pero el esfuerzo de aprender todo junto en unos meses tendría como recompensa la fiesta y los regalos. Imaginaba y disfrutaba el tío Daniel, de la tía Perla, de los abuelos de parte de mamá... ¿Y el abuelo Jaime? Bueno, a él lo veía poco. Mamá no se cansaba de decir que era muy poco sociable y que sólo por eso no lo invitaban nunca, pero yo sabía que en el fondo les daba vergüenza su acento extraño y su vieja boina gris; además les molestaba que siempre contara de la vida de los judíos en Rusia y del campo de Rivera. Y agregando, cada dos palabras, una en yidish. Pero a mí me gustaba escucharlo. Cada viernes por la tarde, antes de salir para el country, papá iba a visitarlo y yo lo acompañaba. El siempre guardaba para mí un pedazo de una rica torta de chocolate y miel y alguna anécdota de su infancia o de su juventud. La tarde que empecé el curso mamá me vino a buscar media hora antes, ya que tenía que ir con ella a elegir la mantelería y los cubiertos de la fiesta.Los otros chicos se peleaban por leer o cantar, lo que a mi me fastidiaba bastante. Por eso solicité leer sólo en castellano y cantar lo que fuera estrictamente necesario. Papá y mamá entendían mi comportamiento y pedían que el profesor también tomara en cuenta mi cansancio. "Maxi está sobre exigido: el colegio inglés mañana y tarde; computación lunes y miércoles; francés, martes y jueves, y en su día libre, ahora tiene que ir al curso.". En esas horas de estudio hablábamos de cosas medias extrañas para mí: sionismo, identidad judía o fiestas de las que sólo había oído nombrar por algún comentario de mi abuelo Jaime. Sin embargo, los preparativos de la fiesta me entusiasmaban cada vez más: acompañar a mamá a elegir el menú, el disk-jockey, las recepcionistas, etc. Las invitaciones ya estaban listas y yo no veía el momento de repartirlas. Eran las más grandes y originales: un estadio de fútbol, yo sentado sobre una pelota con la camiseta de Boca que, al igual que las letras de la tarjeta era azul y amarilla. Así los invitaba a compartir conmigo la ceremonia de Bar Mitzva. Esa tarde, papá y mamá tuvieron una fuerte discusión: -Para qué lo vamos a invitar, si igual no va a venir comenzó a rezongar mamá.-No prejuzgues, Marta, vos sabes que Maxi es su único nieto y lo adora-replicó papá. -Bueno -contestó mamá- pero acordare que vamos a tirar 110 dólares del cubierto.-¡Basta, Marta! En cuanto pueda voy a ir con Maxi a llevarle la invitación. Sólo tuvo tiempo de acompañarme a lo de mi abuelo dos semanas antes de la fiesta. Ese día, el viaje resultó más largo que de costumbre. No sabía muy bien por qué, pero intuía que mi abuelo se iba a alegrar mucho con la noticia. Nos recibió con un enorme vaso de café con leche y su deliciosa torta. Cuando papá nos dejó solos, con la excusa de ir a comprar cigarrillos, le entregué la invitación. El la leyó con atención, y aunque de entrada pareció no gustarle demasiado, pronto me abrazó emocionado. Era la primera vez que lo veía tan feliz. Antes de pedirme que le cantara algo de la ceremonia colocó la tarjeta en la repisa del comedor. Cantamos el Lejá Dodi del Kabalat Shabat (que era, de todas, la que mejor me salía). Casi cuando terminamos de cantar regresó papá y mi abuelo lo abrazó como nunca lo había hecho. Yo, quizás un poco celoso me acoplé, y así nos quedamos un largo rato los tres juntos. La semana anterior al Bar Mitzva hubo una reunión de padres. Cuando le avisé a mi papá, me dijo que justo tenía una reunión de la comisión del country y que le entregara la notita a mamá. Mamá me contestó que a esa hora tenía que ir a buscar la nave espacial con la que yo entraría al salón, pero que ya pasaría por el después por el templo a averiguar de que se trataba. Por fin llegó el día de mi Bar Mitzva. Los nervios me invadían. Mamá era la mas linda de todas las mujeres del templo, y papá, el mas elegante de los hombres. El templo estaba repleto. En el fondo estaba sentado mi abuelo Jaime, con una hermosa kipá dorada. Estaba realmente emocionado. Asentía con la cabeza cada párrafo de la lectura y cantaba todas las canciones de memoria. No sé porque yo lo miraba todo el tiempo. Me tranquilizaba saber que él seguía toda mi ceremonia al pie de la letra. Realmente, todo resultó estupendo, hasta las canciones habían sonado dulces y afinadas. Al concluir la lectura de la Torá vendría el rabino. Para mi sorpresa y la de mis padres, el rabino solicitó que cada pareja de papás subieran a la bimá para bendecir a sus hijos y darles el regalo que con tanto amor habían preparado. Tengo que aceptar que aunque papá y mamá trataron de disimular, no se borraba de sus rostros una mueca de nervios y asombro. Más aún cuando el resto de los papás comenzó a cantar; en ese momento creí que mamá nunca dejaría de pisar a papá, que ni siquiera se esforzaba por mover los labios y disimular. Debo decir que yo también me sentía muy incómodo. Aquella canción resultó interminable, pero la situación apenas había comenzado... El rabino solicitó a los padres que cubrieran a sus hijos para bendecirlos, como era costumbre en el templo. Los otros dos chicos enseguida fueron abrazados y cubiertos por los talitim de sus papás. Emocionados, ellos esperaban expectantes para comenzar con la brajá. Mi papá no usaba talit y, ante la desesperación de mi mamá, yo esperaba impotente... Les puedo jurar que me encontraba hundido entre la vergüenza y la tristeza, sin definirme por gritar o ponerme a llorar. ¿Cuánto tiempo más iba a transcurrir hasta que nadie hiciera absolutamente nada? ¿Por qué mis padres no sabían nada de mi ceremonia y las costumbres de ese templo que era el que "cuidadosamente habían elegido para mí? El tiempo seguía corriendo interminablemente y en mi desesperación unos pequeños ojos grises iluminaron mi cara. Era mi abuelo Jaime. Lentamente se acercaba a la bimá con una sonrisa tranquilizadora. Entre tantos nervios no lo vi levantarse. Por algún motivo me alegró y me calmó que estuviera tan cerca de mí. Para sorpresa de todos sacó de su bolsillo del traje una especie de sobre de terciopelo verde un poco raído por el tiempo. Abrió el cierre y cuidadosamente extrajo un talit de color azul tan intenso como el cielo y un blanco puro parecido a las nubes y a su barba de algodón. Se lo tendió a mi papá diciendo: -Te lo olvidaste en casa.... hace algunos años... Papá lo recibió con los ojos llenos de lágrimas, sin poder pronunciar palabra. Sólo atinó a besarle las manos y abrazarlo muy fuerte. Mi abuelo se acercó a mi mamá y a mí con increíble ternura y nos hundió en el calor de su abrazo. Después recitó con los ojos cerrados y una dulzura indescriptible: "Shejeianu ve kimanu ve iguianu la zman a ze". Creo que le dijo en voz baja, pero como el silencio más absoluto reinaba en el templo, sonó más fuerte de lo que parecía y toda la gente repitió a coro; Amén. Luego volvió lentamente a sentarse en su lugar. El sobre de terciopelo verde tenía bordado un Maguen David dorado y 4 nombres. Mi papá me dijo al oído, con una voz conmovida y temblorosa, que nunca antes le había escuchado: -Este sobre perteneció a tu tátara tabuelo León, a tu bisabuelo Micha, a tu abuelo Jaime y a mí. Hoy sos vos el que lo recibís. Ahora sólo nos falta grabar tu nombre, Maxi. El talit debe acompañar al judío durante toda su vida y después de ella. En cambio, este sobre, para guardarlo, pasa de generación en generación y es el símbolo de la tradición en nuestra familia. En ése momento empecé a entender qué es el Bar Mitzva, el significado de la palabra continuidad.... A medida que papá, cada vez más seguro, como si poco a poco se acordara de un idioma que alguna vez había conocido y comprendido, me cubría con el talit y me bendecía, por mi cabeza pasaban en imágenes las clases de preparación en las que nos contaba acerca de la alegría del Bar Mitzva en cada generación; la posibilidad de convertirnos en un eslabón del pueblo; la de ser protagonistas de nuestra propia historia; la de poder recrear, innovar, cambiar, mantener cada parte de nuestro ser y de nuestro judaísmo. Aún con más intensidad escuchaba la voz de mi abuelo Jaime que me contaba como festejaban Pesaj en su casa de Rusia y finalmente... de todas las puertas que se abren cuando uno descubre quién es realmente y porqué. Todo el mundo recalcó que realmente ese no había sido un "Bar" sino una verdadera muestra de MITZVA.

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